Una breve biografía de una vida que no acaba

 UNA BREVE BIOGRAFÍA DE UNA VIDA QUE NO ACABA
(Por Édgar Fabián Amaya Güiza)


Si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño,
serían para nosotros como los únicos almanaques
 que hubiéramos conservado de un tiempo pasado,
 con la esperanza de ver reflejados en sus páginas
 lugares y estanques que han dejado de existir
 hace tiempo.

Marcel Proust, (Sobre la lectura).



Siempre he considerado muy enigmático cómo se mueve el mundo y confieso que su misterio me resulta en algunas ocasiones escalofriante, pero siempre logro tranquilizarme cuando pienso que tiene una razón profunda y, hasta podría decir, sagrada. 

 
  Sé, y también creo que Ud. lo sabe, que por el consciente colectivo (o en el inconsciente para otros) se pasea la idea de un mundo que está en constante comunicación con nosotros, sus habitantes. De ahí la frase, tan vendida hoy en día, “el mundo nos envía señales constantemente”, que nos exige inmediatamente permanecer despiertos (o alertas) para atenderlas. Frase de una gratitud que lastimosamente ha sido explotada con fines comerciales, vendiéndose a un público que espiritual y físicamente se hallan en la quiebra. Si supieran que no hay necesidad de comprar uno de esos libros, para obtener una frase que se respira en el aire, ese que, según Héctor Abad, “pica y sana los pulmones” y hasta el alma.

 Pero hay frases que, en contadas ocasiones, no solo se mantienen en las invisibles manos del aire: sino que, por obra de unas manos terrestres,  se incrustan en las entrañas de los libros, donde se mantienen dormidas y a la espera de ese encuentro con aquel que las despierte. No se impacientan.  Pueden esperar hasta días, semanas, meses o años a esa reunión pero no se impacientan.

  Así aconteció conmigo. Tuvieron que esperar unos años hasta que las encontrara una noche. Estaban ahí quietitas, en silencio, siendo las entrañas del libro Sobre la lectura de Marcel Proust, en la biblioteca que está en el corredor que da a  mi cuarto, hasta que yo pasé. Saltaron, dieron botes, gritaron, cantaron, silbaron para atraer mi atención. Y lo lograron. Sorprendido y curioso las tomé con cuidado y lo miré extrañado, diciéndoles no te había visto antes. Las consentí y me alejé para respirarlas y dejar que me picaran el pulmón y el alma.

Tan pronto como comencé a leerlas, sentí una leve punzada, que removió estratos de recuerdos y recuerdos, llevándose como la ola todo hasta el interior del mar, dejando solo un recuerdo, el primer cuento que leí. Siempre he pensado que el movimiento de nuestra mente es enigmático. Nunca he dejado de asombrarme de su fuerza, a pesar de todas las teorías que traten de diseccionarlo y desentrañar  sus secretos. A veces he llegado a comparar su actuar con el mar. Siempre llevando a su interior todas las cosas que caen a sus orillas, y otras acercándolas a ellas y a nosotros, como un recuerdo, disponiéndolas a las fuerzas del sol, la arena y la lluvia.

Ahora que lo pienso, puede que el recuerdo sea un invento mío. Pero puede que no. Le di un vistazo, manteniendo una distancia prudente, como temiendo que fuera a saltarme a la cara o me escupiera algún temor. Lo miré y lo miré y no logré determinarlo. En eso recordé que en alguna ocasión le escuche a un viejo amigo decir que los recuerdos están hechos del mismo material que el olvido. Me llené de temor al pensar que podía perder aquel recuerdo. Luego pasó por mi cabeza otra idea: y ¿si los recuerdos no son legítimos sino inventados, para rellenar algún espacio en blanco, algún cráter del olvido de la memoria? Me dio escalofrío imaginar que era solo un invento mío o de mi imaginación. Así que decidí dejarme llevar por la corriente de la memoria y me dispuse a  pensar y a pensar y a pensar y a pensar, ola tras ola, ola tras ola.

Fue así como supe que todo era nebuloso antes de los cuatro años. Y la niebla se extendía, en menor medida,  de ahí hacia adelante.  Así que más que andar por el mar de mi consciencia andaba por la niebla de mi inconciencia. Me he dado cuenta que estoy utilizando mucha metáfora marina, de modo que me siento  como un Simbad que navega por los mares de los recuerdos o un Sandokán que persigue las memorias.  


Mientras navegaba divisé a lo lejos una sombra diáfana que apareció de la nada misma, era yo hecho  un chiquillo.  Puede que al lector se le ocurra preguntar, si era bonito o si era gordo, a lo que sólo podría contestar, muy modestamente, que lo fui para todos los doce integrantes de mi familia que habitaron la casa por ese entonces. Ahora que veo esa sombra, viene a mi memoria el recuerdo de D., una tía que en paz descanse, puesto que en paz no vivió por el idiota ese que fue su novio y su verdugo. Dicen que ella era muy apegada a mí,  y que me contaba historias de un más allá que en ocasiones se acercaba a este más acá. También ella me llevaba a través de las formas, gracias a un proceso alquímico y mágico que hacía traslúcido cualquier sólido y sólido cualquier traslúcido. 

Con ese proceso, del cual  D. era su protectora, supe que el medio oriente podría trazarlo, palparlo y beberlo desde el pozo de mi ombligo, que sus guerras causaban dolores de estómago a la tierra y que dichos dolores eran curados por cinco o diez golpecitos de ternura. Además, con ella tuve mis primeras instrucciones de vuelo, que recibí con las alas abiertas. Aprendí  a manejar el transbordador de sus brazos y su cuello que me llevaban por el espacio ingrávido de pesadumbre, a observar desde el mirador de su cabeza la tierra azul y fresca y a alunizar en la luna de mi cama.

Lastimosamente, nada dura para siempre. Y así fue. Mis viajes a la luna acabaron con la muerte de mi tía D. Aunque en un principio no supe por qué tía D. no volvía. No lo supe, ni lo entendí. Con el tiempo mi cerebro creció y la fui olvidando, a ella y  sus historias. Todo lo que cuento es lo que ha llegado a mí por historias de M., no porque lo recuerde. Tampoco recuerdo la tristeza que, según M., tuve. Pero podría decir que no duró mucho tiempo, pues mi padre comenzó a relatarnos  historias, a mis hermanos y a mí. Lo que sí puedo decir, con ayuda de M., era que mi padre E. no tenía mucha imaginación, para recrear los viajes lunares y fantásticos de mi tía D., pero la que tenía le bastaba para recrear sus recuerdos, su vida.

Ahora que estoy escribiendo esta breve biografía rememoro sus historias. Dentro de todas esas historias, hay una que guardo con ahínco: la historia de cómo conoció a M., de cómo nacimos cada uno y cómo éramos. La tengo tan presente porque fue la que E. nos relató tantas veces, siempre variando lugares,  personajes y  acciones. Algunas veces llegó hasta sorprendernos, como cuando relato que subió hasta el Himalaya, para buscar a mi madre, que tanto se perdía de su vista. En esos momentos sus historias me parecían tan fantásticas e increíbles como las que, según M., tía D. me contó un tiempo atrás.  

Albert Camus dijo en una ocasión "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento", y conmigo sucedió así. No por ausencia de la violencia en las calles de mi barrio, de los parques o de la televisión, sino por la lectura, que fue trasmutando de la del oído a la de la visión. Aún me faltan el gusto, el olfato y el tacto. Digo que aún me faltan pues considero que la lectura guarda muchas formas, y no hay que encarcelarla en una sola. Hace mucho, tras conocer al primer ciego, intenté ver con los oídos y el tacto, con los ojos cerrados. Al comienzo fue desastroso el andar: tenía miedo de dar un paso, me imaginaba cualquier cantidad de obstáculos, me pensaba cayendo y me caía y me estrellaba con todo lo que estuviera a mi paso. A pesar de tan desastrosa experiencia, hubo algo que me tranquilizó: el silencio, que me permitió con ayuda de los oídos, el olfato y el gusto percibir el mundo. Ahí donde no veía nada, vi montañas, grillos, aves, autos, plantas, flores, polvo, tierra y hasta mierda. También reconocí a mis hermanos y a mí. A medida que continúe con la exploración fui comprendiendo que era otra lectura del mundo, que creaba a medida que se revelaba por medio de los sentidos. Por eso considero, como dije, que la lectura guarda muchas formas, y no hay que encarcelarla en una sola.

Mi infancia trascurrió y siempre estuvo llena de cuentos maravillosos, o de hadas como le dicen, de los hermanos Grimm y de otros, que aún no recuerdo. Todos recopilados en diferentes libros, de diferentes tamaños y colores, siempre con imágenes. El que más recuerdo de ellos, y creo que mis hermanos también, es uno que se llamaba “369 y más cuentos”, creo era así. Creo porque no lo he vuelvo a ver. Hace poco me enteré que M. lo regaló a una señora para que se lo leyera a sus nietecitas. También por mi infancia aprendí a dibujar, gracias a mi hermano J. Eso se lo debo a él, no porque me haya dicho, Hazlo, es satisfactorio, o, Es una forma de expresión que enriquece el espíritu, o, Te ayuda a matar el tiempo, o, Aprende hacerlo que es agradable y, a lo mejor, te servirá en un futuro. No nada de eso. Ni una palabra medio entre el dibujo y yo, que sería mejor decir que entre mi hermano y yo, que como sabemos él es tan solo un medio a través del cual me habló el dibujo, o para hacerlo más romántico, el espíritu el dibujo. Claro está que no hay que desmeritar la mano que lo imprimió en el papel, que lo trajo desde el fondo hasta la forma, con increíble talento, destreza y sutileza. J. me enseñó sin saberlo otro tipo de lectura. Siempre lo ha hecho sin saberlo. Así es J. Por eso le agradezco por habérmela enseñado, a través de su mano. Y al espíritu por haber escogido o ungido de su trascendental presencia la mano de mi hermano, para tomar cuerpo y presentarse ante mí.
 
Como esta es una breve biografía sobre una vida corta en la lectura, tendré que decir pasó el tiempo y con ella vinieron muchos libros, algunos por obligación otros por gusto. Pero la lectura obligada dejaba de serlo, al doblarse por el gusto a la lectura misma. Así que todos fueron por gusto, aunque al final decidía si tal o cual libro merecía ser releído o no. Con la lectura de tantas páginas, vino el deseo por escribir. Aunque esto sería mentira, si lo digo así. Cuando digo escribir, me refiero a hacerlo, verdaderamente, como se debe: con los pulmones y el alma hinchados de frases, o como se dice “con el corazón en la mano”. De ahí que diga que yo aprendí a escribir por una mujer. Y por una mujer escribí un poema.  Y lo hice mintiendo. No sobre la llenura de mis pulmones y mi alma, sino porque no sabía qué era un poema y, mucho menos, cómo se escribía. Hoy no sé qué fue peor, si el poema que hice desastrosamente o el gusto de ella que era más desastroso. Sea como sea, mentí y lo hice bien, o mal. Pero me quedó gustando la escritura. 
Hace un tiempo encontré una frase, no recuerdo quién la escribió, en la que se mencionaba que el hombre termina siendo todas sus mentiras. Y es cierto. Mintiendo aprendí a escribir. Mintiendo me gustó hacerlo. Pero ya no miento. Ahora me digo, modestamente, para mis adentros, Escribo.



Nota: Sé que ha sido corta esta biografía, pero queda el gusto para continuarla. Incluso lo que aún falta recorrer. Tal vez más adelante tome clases de baile con alguna bella bailarina, que me haga sudar y temblar ante sus caderas.  Y tal vez retome las clases de música que dejé por la escritura y la pintura.

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