El mundo interior y el deseo de volar

(Édgar Fabián Amaya Güiza)


“Un pájaro que murió me dio un consejo:
 ten siempre en la mente el vuelo”.
Forugh Farrojzad



He tenido hace poco un sueño, y no es la primera vez que lo tengo. Con lo anterior no me refiero a la forma pues muchas veces un sueño, es decir, su esencia puede tomar las más variadas formas, queriendo intensificar o dulcificar el mensaje del inconsciente, como dirían los psicólogos, o del universo, como dirían los chamanes. No quiero ahondar en este tema, por ahora. Lo que sí importa es relatar la historia del sueño y la que sobrevino después de este.

Recuerdo que soñé que volaba, sin ningún artificio hecho por el hombre. Volaba sin más ni más. No recuerdo haber saltado o hecho conjuro alguno que me hiciera levitar y separarme de la masa firme bajo mis pies, pero no me importó saberlo, ya que volar, en ese momento, era lo único que importaba. Observaba,
desde lo más alto, el barrio donde vivo, surqué el cielo de la ciudad sin ninguna dificultad y, viendo que no había obstáculo alguno que me impidiera sobrevolar la tierra, emprendí una travesía por los parajes desconocidos, llegando a conocer  las esferas  más inhóspitas, las montañas y los bosques más fantásticos y misteriosos y los mares más profundos y tenebrosos. No negaré que también los lugares conocidos se me presentaron ante mis ojos como desconocidos. Asombro para mí, y para muchos, el sentirme extranjero de la tierra que ha visto a mi estirpe nacer, crecer y morir por los siglos de los siglos. Claro que todo visto desde una perspectiva diferente (lejana o cercana, según sea el caso) se torna tierra extraña o templo de algún enigma, lo que lo  hace nuevo, y deseable. 


De ahí, volar y volar fue lo que siguió a lo largo del sueño, hasta que el espacio comenzó a deformarse por el impulso de continuas olas, que hacían del cielo y la tierra un mar, movidos por algún malestar  estomacal del dios Poseidón. Comenzaron a sonar unos truenos y por mis piernas comenzó a subir una sensación de hormigueo, eran hormigas. Me desperté. Tan pronto lo hice comencé a escuchar la alarma del celular que estaba dentro de la mochila, que había dejado al lado de mis piernas la noche anterior. La apagué. Cerré mis ojos y los abrí nuevamente. Estaba inquieto por el sueño, cuya sensación, al contrario de la imagen, se mantenía intacta tras el despertar.

He sabido que sueños de este tipo, aunque con todos los sueños pasa igual, trastornan al hombre cotidianamente, privándolo momentáneamente del sueño y del hambre pero nunca de los vicios. Así que rápidamente comencé a buscar los piolines del sueño, los uní y comencé a cavilar. Es paradójico que pensemos en el vuelo, cuando nacimos con una estructura inadecuada para realizar dicha hazaña. Ni para planear si quiera. No obstante, el vuelo nos invade, nos rodea con todo su simbolismo sutil, leve y fresco (a pesar de su milenaria presencia), hasta poseernos e impulsarnos a cometer el acto liberador y conciliador con el sueño y la muerte.


No me extraña pensar que el vuelo tenga tanto de sueño como de muerte. Es lo primero cuando pensamos en el anhelo antiquísimo de poseer lo que no se posee, de llegar a donde no hemos podido llegar ni con las manos ni con los pies pero sí con la cabeza y la voluntad testaruda de lograr hasta lo imposible. Es muerte en cuanto representa la liberación de todo aquello que oprime nuestra mente, cuerpo y espíritu, ofreciéndonos una posibilidad (mínima) de acercarnos hacia lo divino y etéreo y, al mismo tiempo, la certeza de nuestra gran simplicidad, que para Walt Whitman fue y es “la gloria de la expresión”.


Todo ese acto liberador que nos gusta, nos place y nos mueve queremos guardarlo como práctica cotidiana, como rito manumisor de las angustias y del caos de la sociedad en que vivimos, para así repetir la embriaguez, la catarsis y la sensación de reposo, que al final solo duran unos breves instantes y en el olvido se eternizan. Mas queremos más y más y más. Un amigo en alguna ocasión dijo que en nuestra conciencia reza que “más es menos”, lo que no está lejos de aquel proverbio griego “nada en exceso”,  de lo contrario solo llegaríamos, como consecuencia, a la caída del Ícaro al mar y con él la del deseo: nuestro castigo.

Después de pensar un rato en el sueño, me levanté con ganas de acercarme a lo divino, a la ensoñación. Tenía unas ganas enormes de volar. Rápidamente mastiqué la idea de hacer parapente; pero mi entusiasmo cayó al pensar en el transporte que tenía que coger y pagar y en el  precio que me costaría la experiencia. Cantidad de la que no disponía en el momento.  Injurie. Me senté sobre la cama afligido porque veía mi impulso caer como cayo Ícaro. Al cabo de un rato una brisa dibujó una sonrisa en mi rostro. Mientras estaba acostado, recordé los aviones de papel que hacía en mi infancia con mis hermanos y  amigos en el barrio. Me entusiasmó la idea de recordar aquellos tiempos cuando hacía avioncitos de papel y recordar la técnica de la papiroflexia u origami, como la conocemos todos.  Decidí hacerlo. Me entusiasmó pensarlo. Pero lo que más me impulsó fue pensar en la sensación de alivio, de libertad que sentiría al ver al avión sobrevolar las cabezas de todos aquellos transeúntes que, viviendo en su cotidianidad, pasarían frente a mi campo de vuelo, bajo mi embriaguez.






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