Crónica

DE LAS COSAS QUE PASAN MIENTRAS SE ESPERA EL METROLÍNEA
(Édgar Fabián Amaya Güiza)

Desde el año pasado le he huido al Metrolínea. Mi hermana, en cambio, y desde que la ruta ACR1 inició operaciones tempranas, el 21 de junio del año pasado, siempre le ha gustado utilizarlo.Aunque dice que el color verde no le agrada: le parece desagradable fuera de la naturaleza. Pienso que si hubiera sido por ella, la coloración del Sistema de Transporte Masivo (Sitm) o Metrolínea, como prefieren llamarlo los medios, hubiese sido otra: un morado o, tal vez, un naranja, ese color que tanto se observa en su cuarto y en su ropa. Cualquiera diría que su vida es color naranja.
El miércoles decidí, no con gusto, subirme nuevamente al Metrolínea o al verde, como algunos lo llaman. Digo no con gusto; pues, cuando estaba en la parada de bus, me di cuenta que no portaba el signo que tanto valor tiene en nuestra sociedad, por el que tanto mienten, extorsionan, compran, roban y matan: no tenía plata. Lo que sí portaba era la tarjetica plástica, a la que le dicen inteligente, pues tiene un microship. Con esta predecesora de la tarjetica que comenzó a circular por las oficinas del Chase Manhattan Bank a comienzos del siglo pasado (la que tenía en el reverso una banda magnética de color negro) podría comprar, viajar, endeudarme, pagar deudas y, nuevamente, comprar. También con ella podría mentir, extorsionar, robar y matar, si estuviera programada para eso. De modo que para lo único que me servía, y sirve, es para ir a la UIS, para nada más.
Viendo que tenía la tarjeta, me dirigí hacia la parada estipulada por el sistema. Cuando llegué, la cara severa de una mujer, que  a lo mejor se había levantado con malas pulgas, me recibió. El aspecto de su rostro me paralizó, me quitó un poco el sueño y me dejó un poco alerta ante lo que vendría: su rostro era un presagio que me vaticinaba que el paseo no sería agradable.  Me senté y me dispuse a esperar absorto por el sueño, estado que no se me puede reprochar; pues incluso a Dios la  modorra lo persigue durante la primera hora del día en la que se dedica a ayudar a los madrugadores. Apenas eran las cinco y veinticinco.
Quince minutos después, continuaba en la parada. En el transcurso de los minutos habían subido muchos buses: dos o tres Igsabelares, dos Cafés, dos Estoraques y tres Ciudad Norte, pero ningún Metrolínea. No tenía prisa: era la primera clase de la materia. Mientras esperaba observé que junto a mí la señora y otra persona se hayaban impacientes a la espera del verde o del “nos mueve”, como también le dicen: una de ellas, la mujer de cara severa, era robusta, pasaba los cuarenta años, llevaba una blusa negra  y un jean tremendamente ajustado a su descomunal figura, que me hizo pensar en la obra de Botero y Petrus Paulus Rubens, a quien Botero admira, caracterizadas por las estampas voluptuosas y carnosas. El otro, un joven de unos diecisiete años aproximadamente, tenía el rostro más preocupado de los tres: transpiraba la impaciencia por el retraso del verde y, por ende, de la llegada tarde a la clase de seis. Lo que me llevó a pensar que podría ser primíparo.
A diferencia del joven, la figura de botero estaba turbada con la impuntualidad del servicio, con la que se ha caracterizado el sistema desde que fue inaugurado, de la que ha sido objeto de críticas incluso de quienes lo integran y por la que el sistema ha ganado la apatía de todos. Era tal el agravio que la figura de botero sentía a su persona que en su semblante se divisaban los estragos del disgusto y el caos más próximo: frente arrugada, que le daba una apariencia más vieja; ojos extremadamente pequeños e inyectados por la inquietud; aletas de la nariz moviéndose a un ritmo frenético, como si siguieran el compás del Bebop de Charlie Parker; y  labios extrañamente unidos de tal manera que las comisuras le daban una forma de puño a la boca, como si estuviera a punto de proferir una ofensa al primer idiota que se  cruzara en su campo de acción. Ante aquella versión deformada y hostil de la belleza y la mujer, y ante el posible agravio del que pudiera ser objeto, decidí no mirarla.
Ante tal escultura angustiada deseé la pronta aparición del verde para salvarme y salvarla: no aparecía. Cerré los ojos y los volví abrir, creyendo que mis párpados lo traerían al abrirse: pero nada. Me inquieté. Cambié de posición: puse la pierna izquierda sobre la derecha, pero me incomodé más. Modifiqué nuevamente mi posición: cambiando de pierna. Pero nada: ni aparecía el bus ni la ansiedad se iba. La inquietud seguía subiendo desde mis piernas hasta la boca del estómago, donde sentí un pequeño resquemor que mi madre asocia a la gastritis. Rápidamente, busqué otro objetivo sobre el cual pudiera posar los ojos, para distraer la ansiedad: mis ojos pasearon de un lugar a otro  hasta que vi venir, en la lejanía,  a una joven que vestía  jean, blusa gris y una camisa manga larga a cuadros de color rojo que llevaba sobre la blusa. A penas la divisé, me pregunté si también iba a esperar el verde. Dudé. Ante aquella negativa, decidí apostar conmigo mismo que sí iba a acontecer lo previsto. En un  principio la idea iba consolidando su forma más y más a medida que los pasos de la joven sorteaban los metros que la separaban del paradero, y con ella la sensación de triunfo que tendría sobre mí. Pero no aconteció así. Tan pronto su pie quedó junto al mío de lo más profundo de mis entrañas vino un pensamiento que difuminó al anterior: era la risa de mi yo que cantaba victoria por mi derrota. Ella había continuado su camino.
Viendo que ella continuaba de largo, decidí seguir esperando al verde, que al  rato apareció en la curva. Mientras se acercaba al paradero, descubrí con asombro que el alimentador ACR1 ya no se llamaba ACR1, como meses atrás; sino  AQ2, una quimera surgida de las rutas ACR1 y AQ1, adelantadas tras la futura implementación de la Fase II del sistema,  supuestamente  para mejorar el servicio prestado y, por ende, la calidad de vida de los usuarios. Lo que no estaba aconteciendo, pues ya en tres de ellos la angustia ya había generado estragos en su cuerpo y su alma por veinticinco minutos.
Mientras veía cómo se acercaba, vi aparecer la joven que vestía el jean, la blusa gris y la camisa manga larga a cuadros de color rojo que llevaba sobre la blusa. Sacó la tarjeta inteligente, que a estas alturas aún no entiendo el porqué del adjetivo con que la bautizaron, pues las dos únicas cosas que he visto que sabe hacer son operaciones básicas y elementales: sumar y restar, que un niño de primero primaria puede, fácilmente, hacer. Volví la vista y el verde se acercaba con un andar aparatoso por el camino: temblaban los vidrios y la pantalla donde se indican las rutas. Viendo lo cómico del andar del bus me reí,  giré hacia la joven que me estaba mirando y le dije con ironía:
—Se va a desbaratar: una zorra es más segura.
—No— anuncia desconfiada, mientras me mira con sorna.
—¿Le gusta el Metrolínea? — pregunté asombrado ante su respuesta fugaz.
—Sí. Me parece cómodo, seguro y rápido— dijo mientras volvía el rostro con una sonrisa—El servicio es bueno— agregó satisfecha.
De alguna manera el comentario me había removido las entrañas de pasajero y me disgustó. Lo que me llevó a comentar seriamente:
—Es malo, siempre me ha tocado esperar entre veinticinco o treinta minutos a que aparezca el pinche bus.
Ella ante tal observación hizo una mueca burlona,  que no me molestó, y agregó:
—A lo mejor tiene mala suerte. Yo apenas salgo de mi casa lo encuentro.
El comentario fue una doble revelación, por un lado me di cuenta de la buena suerte de la joven, que puede ser coincidencia, y segundo de la mía. Lo que me puso a pensar y concluí:
—Sí. Tal vez sea eso…A lo mejor, sí es mala suerte.
Cuando por fin se detuvo el alimentador, de su interior salió un sonido que nos invitaba a entrar, un sonido igual de desagradable que el color verde. Al mismo tiempo que se generaba el rumor sus puertas se abrían aparatosamente como las mandíbulas de una animal dispuesto a engullir  a su mansa presa, que se muere de angustia por entrar. Mientras formábamos la fila para hacerlo, el conductor nos miró con indiferencia por unos segundos, después su mirada se perdió en el camino que tenía que seguir quién sabe cuántas veces durante sus horas de trabajo. Su introspección, que era (y es) una armadura ante los tres pasajeros angustiados por su tardanza, me decía que él estaba cansado de este monótono trabajo, que gustaría de una cama mullida, de un sueño placentero, de un buen desayuno y hasta de una mujer que tuviera agradables caminos qué recorrer  y satisficiera todos sus deseos terrenales.
Llegado mi turno, para pasar a las entrañas del verde, saqué la tarjeta inteligente, pasé el validador y me senté. Ya cómodo, comienzo a dejar un poco la angustia y me dispongo a ver pasar a la joven por el validador, a detallar su mirada, que buscando algún puesto vacío, se posa en el que estaba al lado mío; y su caminar que, siguiendo la línea que trazaban sus ojos, termina junto al asiento.
El verde emitió, nuevamente, el sonido con el que invitó a su presa a pasar, indicando la reanudación de la marcha aparatosa: temblaban los vidrios y la pantalla donde se indican las rutas. Reparé otra vez en lo cómico del andar del bus, me reí y giré hacia la joven que estaba a mi lado, pero ella esta vez no me miraba.


 
     

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