El sonido de la mariposa

Por Édgar Fabián Amaya Güiza


Cuando tenía siete años quise aprender a tocar guitarra. Hoy no recuerdo el porqué ni cómo había nacido el deseo, incluso ni mis padres recuerdan ni cuándo ni del dónde ni a quién le escuché el primer sonido de la guitarra. No obstante, pienso que ese primer encuentro tuvo que haberme causado una gran impresión como para haberme impulsado a pedir una guitarra de cumpleaños durante varios años de mi niñez: deseo que se vio recompensado cuando mi padre, con un gran esfuerzo,  me regaló una guitarra, que por  motivos económicos era de juguete.

Alegre la recibí y le saqué el jugo: rasgaba sus cuerdas y las golpeaba con furia, con amor, con calma; la afiné y desafiné, sin saber aún qué era eso. Le desbaraté las clavijas, que me parecían soldaditos de madera; y la acariciaba con dulzura y con lástima, esperando el sonido que nunca cantó. Hice lo que pude, hasta que descubrí que no podía ir más allá de un sonido ahogado, muerto y aburrido que me fatigó, así que la puse sobre el armario y la olvidé.

Varios años más tarde, volví a sentir las ganas de tocarla cuando conocí a Israel, la viva paradoja del cristiano: recto, sincero, creyente, orador, conocedor de la palabra, respetuoso y tolerante por un lado; seductor, promiscuo, ninfómano, beodo, marihuanero, basuquero, por el otro. Él canalizaba toda esa contradicción a través de la guitarra: su instrumento de poder, hacer palabra y reír. La música era lo que más lo caracterizaba: iba para todos lados  con su guitarra a las espaldas, buscando (con ojos altivos y despiertos) la oportunidad para usarla y cuando la encontraba no la perdía: si encontraba una pareja de enamorados, les amenizaba la escena; si conocía grupos de caridad, les colaboraba con el sonido; y si le pedían que describiera algo lo hacía con la guitarra.

 Lo poco que sé sobre la música y la guitarra lo aprendí de él. Él me mostró los primeros acordes, rasgueos y ritmos; me presentó guitarristas como Bob Marley, Carlos Santana, Eric Clapton, John Petrucci, Kazumi Watanabe, Leo Brouwer, Marcus Miller, Pat Metheny, Richard Thompson, Ulrich Roth,  entre otros. También  me enseñó que la música es un lenguaje profundo y un camino, el más abstracto y espiritual, para indagar en los enigmas del mundo y del ser. Hoy no es que toque la guitarra como Pat Metheny: no me he esforzado en hacerlo. Y aunque no me siente con ella a practicar muy seguido, tocarla ha sido como una terapia para canalizar el tedio y el aburrimiento, y en momentos en que quiero pensar.

Israel fue el primero en decirme que si uno hacía algo, no importaba que,  era necesario conocer cada elemento que hiciera parte dentro de ese algo. Lo recuerdo muy bien porque usó a la mujer como analogía para decirlo: La guitarra es como la mujer: un misterio complicado y delicado. La mujer no saca música a la fuerza. Para que la melodía brote de ella hay que conquistarla y conocerla lentamente: sus gustos, pesadillas, temores y sueños; explorar su cuerpo con todos los sentidos; brindarle caricias, para buscar la nota adecuada; susurrarle al oído, para que de un espasmo vibre su cuerpo y de su boca brote el grito hecho canción.

Un día, caminaba por la carrera 18, sin motivo alguno: solo el de caminar y pensar. Subía por una calle y bajaba por otra. Fue así que bajando por la calle 48 encontré, de casualidad, La fábrica de instrumentos de cuerda la clásica y recordé la analogía de la mujer y la guitarra que había hecho Israel. Durante mucho tiempo la tuve en cuenta y la llevé a la práctica: Israel me felicitaba por el avance que tenía con las mujeres, pero me reprochaba la falta de práctica con la guitarra. Siempre me recordaba que pensar en la guitarra es pensar en la mujer; y viceversa: la materia de la que ambas están hechas es la esencia de su sonido, de su seducción, su erotismo; sus curvas, al igual que sus cantos, atraen y animan a que las manos inquietas, de hombres inquietos, las acaricien.

Decidí entrar y lo hice. Al principio no sabía qué iba a decir: no podía llegar y explicar que mi intención de mi visita a la fábrica era verificar la analogía entre la guitarra  y la mujer. No obstante, se me ocurrió expresar que era estudiante de la UIS, que necesitaba hacer un trabajo de investigación  y un escrito. ¿Iba a funcionar? No lo sabía. Tendría que tener suerte.

¡Y vaya que la tuve! La secretaria, Marlene, no sabía que era necesaria una carta para tal formalidad; así que aproveché dicho desconocimiento y entré como Pedro por su casa. Apenas atravesé la rejita que separaba la calle iluminada de aquella diminuta fábrica, en apariencia, lo que más me impresionó no fue la cantidad de guitarras terminadas y por hacer ni las montañas que formaban las diferentes piezas ni la madera regada por todo el lugar ni mucho menos el aserrín que volaba libremente por el aire hasta posarse en el piso, las máquinas, las ventanas y los pulmones de los trabajadores; sino la secretaria, mujer amable de aproximadamente un metro cincuenta o sesenta y rellenita como una morcilla, que decidió acompañarme durante el proceso, para complementar un poco la información que me brindarían los trabajadores, según decía.

Todo inicia con el maquinista

Marlene, muy sonriente, me presentó a todos los trabajadores, en medio del rugir monstruoso de las máquinas mezclado con el sonido del vallenato y del reggaetón que emitían las radios. El maquinista, como lo conocen, no escuchaba el llamado de Marlene, que rápidamente comenzó diciendo: Todo inicia con el maquinista. Él es quien se encarga de brindar la materia, es decir, de sacar los aros, los brazos, la espalda y la tapa delantera. Pobre. Sobre sus hombros recae el trabajo de todos: si nadie tenía material para trabajar, era su culpa. Creo que el Maquinista Universal tuvo una complicación similar: aunque en el principio de la creación no sobraba material en qué trabajar, necesitó crear al hombre, Adán. Sin él, Dios no hubiera tenido materia para trabajar en la mujer, Eva; y si no la hubiese creado,  Adán se hubiera reproducido asexualmente y hoy ningún hombre hubiera acariciado de la mujer sus cabellos y sus barcos de velamen que navegan sobre su pecho.


Nosotros trabajamos diferentes tipos de madera: cedro, ciprés, ébano, guayacán, móncuro, nogal, pino y pino canadiense, terminó diciendo Marlene, mientras miraba atento al maquinista que vestía una camisa azul, un jean, un par de guantes para cubrir sus manos de las astillas y unas gafas.  Entre el sonido avasallador de las máquinas y la afección pulmonar que me estaba dando por tanto aserrín que flotaba en el aire, comprendí que el uso de la madera varía según el gusto del cliente, la calidad y el tipo  de instrumento.


John el desdeñoso

El taller no está sistematizado: todo se trabajaba cuidadosamente a mano. Tampoco es grande: con una mirada se abarcaba todo y con solo tres pasos se pasaba de un puesto de trabajo a otro. Así del puesto del maquinista llegué al de John, que trabajaba los brazos de todos los instrumentos. Antes de dirigirme la palabra, me dio un vistazo rápido y profundo, de esos que daba a la madera, como para evaluar la calidad del sujeto que tenía enfrente. Me dio la sensación de que era homosexual pero rápidamente deseché esa impresión pues con desdén inició sus clases exprés. Me comentó, muy por encima, que él iniciaba su labor marcando la medida a la madera y haciendo el bosquejo de la figura del brazo, que dependía del tamaño y el tipo de instrumento. Todo eso me llevó a pensar en el tanteo minucioso que tenemos que hacer los hombres cuando nos acercamos a las mujeres: conocer la medida de sus gustos, explorar su cuerpo con todos los sentidos, para que se sienta cómoda con sí misma y con nosotros. Le hice un par de preguntas que respondió vagamente, como si escondiera algún secreto que yo, invasor y sapo, no debería saber. Miré a mi alrededor buscando a Marlene, para ver si podía complementar algo pero no la encontré. Ella estaba en otro punto hablando con otro trabajador joven.


Papito se le olvidó "la boca"

Cuando vi que John no me brindaría más información, decidí pasar donde estaba Marlene, que era la etapa donde se armaban la espalda y la tapa frontal. Apenas estuve cerca me di cuenta de que a ambos lados de la mesa había tapas: a la izquierda estaban las que necesitaba trabajar y a la derecha, las que ya estaban hechas. Carlos era el encargado de elaborarlas y también era el hijo de Marlene. Llevaba un año y medio trabajando en esta parte del proceso de transformación de la madera en guitarra. Según me dijo, todo lo aprendió trabajando y con ayuda de barbuchas. ¿Barbuchas? Le pregunté. Sabe mucho sobre la música. Fue profesor de la UIS, daba música clásica: Humberto Bórquez. Hice un gesto de asombro y de admiración, pero verdaderamente yo no sabía quién era ese tal Humberto. Como si lo hubiera intuido la sabia secretaria me dijo: Él es judío. El hombre que estaba conmigo al comienzo, el maestro.

Aunque me causó curiosidad la figura de barbuchas, para no desviarme tanto del tema, procedí a preguntar por la elaboración de las tapas, a lo que Carlos soltó una retahíla de nombres de instrumentos: Tenemos molde de electro, marcantes, Jr., bandolas, requintos, tiples, punteras, clásicas. Tan rápido como inició su verborrea, procedió a poner el diente sobre la tablilla, tan suave y delicado como cuando posamos un dedo o el ápice de la lengua sobre la  piel femenina, cuidando cualquier movimiento o aspereza que la lastime. Luego sobre este acomodó la tapa para que saliera muy bien el tiple. Posteriormente, a la tapa le agregó los refuerzos, los ensambles y las armónicas. Estas últimas deben estar a un cierto nivel pues, como explicó Carlos, si se hace muy arriba o muy abajo, pailas. Entre lo que me contó comprendí que cada instrumento musical requería diferente disposición de las vigas, los refuerzos, los ensambles y las armónicas: un trabajo milimétrico y fino parecido al de los relojeros.  A medida que Carlos pegaba las partes me comentaba que trabajaban diferentes tipos de madera, ya me lo habían dicho y también sabía que cada tipo de madera influía en el sonido. También el grosor del aro y de las tapas influyen, agregó. Cuando creí terminada la explicación de Carlos, la voz de Marlene saltó sobre mi espalda: Papito se le olvidó hablar de la boca, que tiene que tener una medida precisa (de 9 cm de diámetro) y que la boquilla que se incrusta la compramos en rollos de aros con diseños impresos.

Andrés, el armador


Ya en la siguiente parada de mi recorrido, el Ensamblaje de la guitarra, pensé en la achantada que le pegó Marlene a Carlos, que se puso rojísimo y solo pudo balbucear un sí mamá, se me olvidó. Mientras pensaba en ello no me percaté que Andrés, el ensamblador, me estaba explicando su trabajo, por suerte Marlene estaba ahí y me lo repitió con mucha calma: Él es el armador. Él recibe las tapas (delantera y trasera) y  hace primero el ensamble de la delantera con el brazo y luego le agrega la tapa trasera. Después de que está ya armada esa parte coloca el aro, que es la parte que cierra la guitarra. Luego le pone las prensas para que hagan presión y peguen adecuadamente las tapas. Me indicó que la madera del aro no tiene que ser la misma de las tapas, que normalmente se hace con móncoro, guayacán y coralilla. Aunque en algunas sí es necesario. Lo que entiendo es que el aro no influye en el sonido; sino las tapas con sus ensambles, sus refuerzos, sus armónicas y sus varas dispuestas en paralelo.


Juan es el más experimentado

Una vez terminada la explicación del armado, Marlene y yo dejamos atrás a Andrés. Regresamos sobre nuestros pasos hasta donde se encontraba el maquinista. Yo miraba para un lado y para otro sin saber a dónde nos dirigíamos, pero no me importaba no saberlo: delante de mí iba Marlene, que me guiaba dentro del taller como mujer que guía al deseo.


Ella estaba buscando a Juan, al que tuvo que levantar de su siesta, para que me explicara el proceso de lijada, ubicado en el segundo piso, donde la madera crujía por las maquinas y sobre nuestras cabezas. Juan era el más experimentado de todos, y el más perezoso.  Una vez despierto me dijo que lo acompañara al segundo piso donde me explicaría su trabajo. Una vez llegamos a su puesto de trabajo, él expresó con orgullo que era el encargado de quitar las orillas sobrantes a las tapas con ayuda de una lima mecánica. Mientras Juan hablaba, su orgullo expresado me hizo pensar en el que sentimos los jóvenes cuando tocamos por vez primera a una mujer, el mismo con el que expresamos a nuestros amigos nuestra experiencia carnal, venciendo el camino de la timidez infantil y la apertura de una dudosa tercera vía.


Después de quitar las orillas sobrantes, lijaba el aro con un rodillo, con lija fina y número cien. Lo mismo hacía con las tapas pero con lija ochenta en una lijadora. La explicación de Juan era lenta, como tiene que ser el discurso de nuestra boca y nuestras manos al oído y la piel de una mujer: a ellas les gusta que les dediquemos tiempo, que las sobemos con palabras y les hablemos con caricias. Luego resano con sellador mezclado con aserrín para tapar los orificios, agregaba Juan. Al cabo de un tiempo debía lijar nuevamente con una lija número cien, para tumbar los resanes y emparejar, y luego con una fina o ciento ochenta, para que quede pulidita y así pasarle una mano de sellador puro.

El recorrido

Tras la lijada, el instrumento pasaba a manos de Jose, encargado de hacer el recorrido. Como no estaba en ese momento, Juan decidió explicarme el recorrido, donde se hacía la repartición del brazo de la guitarra con ayuda de una máquina, para hacer los trastes; donde  se ponía la portezuela o puente, con ayuda de la planeadora; donde se taqueteaba la portezuela y se pegaba con prensas. Mientras Juan me explicaba el proceso, noté que un trabajador joven se acercó con curiosidad para conocerme. Metió un poco la cucharada pero como Juan le dijo que no se adelantara se fue aburrido. Juan continuó alegre con sus clases: Después de que esté seco, se puede meter la alpaca o latón en los canales con la entrastadora, una maquina que, por lo que pude notar, no tenía la apariencia de funcionar debido a las capas de polvo y de aserrín que se habían formado sobre la superficie. En ese momento, mientras la miraba Juan agregó: Nosotros no entrastamos aquí: lo hacemos en otro lado.  Pero lo que sí hacían era poner el hueso o cejilla que se limaban un poco.

El sellado

Dimos unos pasos por entre la madera crujiente y llegamos al punto de Julián. El pelado que se fue a chismosear hace un rato, me dijo Juan. Julián era el encargado de hacer el sellado, que realiza mientras  escucha sus canciones acompañadas continuamente del lema Tropicana está de moda niño. Pero Julián no estaba, así que Juan me explicó que él debía echar dos manos de sellador puro (de fabrica) a espátula, para que tape más rápido. Mientras me explicaba el trabajo de Julián, de la radio saltaban la letra de un reggaetón que me dejaó en estado de alerta y con ganas de cambiar la emisora o apagar la radio. No hice nada por temor a que me echaran. Entre tanto, Juan seguía diciendo que cuando se secaban las dos primeras capas, echaba cuatro de sellador claro con mota, hasta que el poro estuviera tapado; y, finalmente, la volvía a pulir para que quedara suavecita con ayuda de la lijadora y lija doscientos cuarenta.



La pintura


Tras el sellado pasamos al cuarto de pintura: igual de grande que el taller de armado. Apenas entramos noté que la música ahí era diferente: pasar de un proceso a otro era como cambiar de música, de armonía. Era el turno para el vallenato. De pronto una voz femenina pasó sobre nuestras cabezas: Él mira que esté buena, que no esté pelada. Era Marlene que había entrado  detrás de nosotros. Con pistola le echa el sellador en capas delgadas.  Y los colores y los tonos, agregué yo.  Alex era el pintor que tiene buena mano y buen pulso para hacer los detalles y para pelear. Cuando termina la pintura espera que se seque y le da tres manos de  la laca mate o brillante.

Las cuerdas

Volvimos a la entrada de la fábrica, que paradójicamente es el final de proceso de construcción: las cuerdas y la afinada. César es el encargado. Él debía marcar las guías de las cuerdas con una segueta, luego con otra más gruesa las hacía más profundas,  limaba el  hueso, le ponía el sello dentro de la boca, que dependía del instrumento. Mientras me explicaba cómo poner el clavijero, me di cuenta que  Julián, John y Alex estaban en el umbral de la puerta estudiándome y riéndose. Después de varios segundos, se aburrieron y se devolvieron a sus puestos de trabajo.


César continuó abriendo los orificios donde debían ir las cuerdas, que agregaba una por una (de la primera a la sexta) con un nudo. En eso me dio por preguntarle por el material de las cuerdas. Tartamudeo un poco y no supo qué decir, por lo que llamó a Marlene que se acercó diciendo: Las cuerdas son de nylon. Pero la cuarta, la quinta y la sexta están entorchadas, para darle el sonido grave, el bajo.


Después de ver que César se había enredado, continuó diciendo: ahora debe comprobar la altura del hueso, para que no quede trasteando. Con eso comprobaba que la secretaria estaba muy bien enterada del proceso incluso más que los obreros. Llegué a pensar que para ocupar el puesto de secretaria dentro de La clásica era necesario pasar por la ardua prueba de construir una guitarra y, además, tener conocimientos sobre su doble origen árabe y greco-romano; sobre la primera obra para guitarra de cuatro cuerdas llamada Tres libros de música en cifra para vihuela publicada por Alonso Mudarra, en 1546; sobre la inclusión de la quinta cuerda hecha en el siglo XVII por Bermudo, y no por el músico y poeta andaluz Vicente Espinella; de la sexta en el siglo XVIII, por Jacob Otto; y de cuatro más en las graves en el siglo XX, por el luthier español José Ramírez III junto al guitarrista Narciso Yepes. Marlene había cumplido a cabalidad ambas pruebas.

Mientras lo pensaba, César continuaba diciendo: Si trastea, el hueso se cambia.  Y con tono sentencioso Marlene agregó: Si tiene algún otro defecto toca echarla para atrás y a comenzar el proceso. Dentro de esta fábrica donde sacan ciento treinta instrumentos semanales es raro que ese problema suceda pero les ha pasado. Debe quedar bien apretadito para el sonido. Si se mueve, queda con el sonido feo. Terminado de comprobar el hueso César lo pulió para arreglarlo. Después estiró las cuerdas hasta el clavijero, para montarlas con ayuda de un taladro con una broca diseñada especialmente para acomodar las clavijas: primero montó la cuarta, la D la monto de primero para comprobar que no trastee; después la quinta, que es la A. Luego la sexta, la primera, la segunda y, finalmente, la tercera. Mientras él lo hacía yo decía mentalmente Re, La, Mi, Mi, Si, Sol que eran las notas en su orden respectivo, pero en la Notación Latina. Cuando termino le pongo las especificaciones del instrumento y ya, concluyó César.

La metamorfosis de la guitarra

Cuando vi que ya había terminado me dirigí a la oficina para despedirme de Marlene. Rápidamente divisé tras el escritorio la presencia de un hombre que no estaba cuando llegué: era el dueño, hombre de aspecto severo, con una calva reluciente con la luz de la bombilla, llevaba puesta una camiseta de color verde fluorescente a rayas blancas. A penas me vio entrar me dijo: La próxima vez trae una carta para dejarlo pasar al taller. Mientras le decía que sí, mentalmente me repetía que tendría que volver para tomar las fotos. Sintiéndose satisfecho con la demostración de su dominio, me dijo que era administrador, que antes de tener la fábrica había trabajado para otras y para alemanes, que le dijeron que tenía que conocer muy bien el producto que producía y vendía.

En eso detuvo su discurso y procedió a preguntarme si ya tenía un nombre para el escrito, a lo que le dije que lo hacía sobre la marcha o al final. ¿Puedo sugerirle uno?, preguntó. Sin esperar respuesta espetó, La metamorfosis de la guitarra. Yo para llevarle un poco la contraria le dije que sería mejor la metamorfosis de la madera, a lo que rápidamente lanzó un discurso con mariposa incluida, que me dejó confuso: terminé por creer que ahí se hacían mariposas y no guitarras. Para calmarlo un poco por mi ofensa le dije que muy interesante, que lo tendría en cuenta y que sonaba bien.


Nos despedimos, le dije adiós a César y a Marlene. Abrí la rejita que separaba la calle iluminada de aquella fábrica donde ocurre la metamorfosis de la guitarra, donde abundan las guitarras y tiples terminados y por hacer, montañas de madera y partículas de aserrín que flotan libremente por el aire hasta posarse en el piso, las máquinas, las ventanas y los pulmones de los trabajadores. Afuera anduve con paso tranquilo hasta la parada del bus, pensando en la metamorfosis de la guitarra y de la mariposa; en el título que le pondría al texto; en el espíritu que guardan las cuerdas, que esperan ser acariciadas para vibrar y liberar su canto. Lo que me recuerda que no todas las cosas hablan en los mismos términos.

Comentarios

Entradas populares