Análisis de la poesía de Julio Herrera y Reissig



  
La mujer fatal en la poesía de Julio Herrera y Reissig
Édgar Fabián Amaya Güiza
Imagen tomada de: http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/6a/Mata_Hari_13.jpg


Recuerdo aquella tarde en la que tú y yo contemplamos el monte teñido del oro del poniente. El sol caía lentamente tras la montaña y tu virginal figura se teñía de un cariz oscuro, trasnochador: tus ojos se transmutaron en negras hogueras del infierno, tus senos se hincharon como lagos de ágata, tus pies se hicieron verdugos del hombre y tu carne entera, fruto del pecado. A medida que tu cuerpo se llenaba de voluptuosidades infernales, me invitaste sutilmente a contemplarte, entre risas irónicas, acertijos y juegos sensuales. Yo solo te miraba en la distancia, temiendo algún mal augurio. Temblaba y sudaba de resistir tu negro encanto, hasta que una risa tuya me invitó a sellarla. Toqué tu febril cuerpo y desee morir para entrar y arder en él, en ti. Sufría y tú te deleitabas con mi sufrimiento. Lo disfrutaste más cuando tus ojos felinos se deslizaron en las sombras de la noche, dejándome solo con tu voraz recuerdo, ardiendo con tu dulce infierno. Ahora solo me queda el fantasma de tus ojos felinos que evoco en esta noche, para encontrar el camino hacia tu jardín, donde deseo morir junto a tu cuerpo febril de mujer fatal.
Este tú femenino, que acabo de describir como mujer fatal,  no es solo mi tormento, también lo es para el yo lírico que se encuentra en la obra poética de Julio Herrera y Ressig, marcada por el tratamiento del tema de la mujer fatal. Un tú poético que actúa como símbolo de la muerte y de la angustia; dado que el yo lírico masculino en cada una de sus evocaciones la aproxima a lo bajo, lo demoniaco, lo animal y la noche, para ponerla en constante diálogo con la muerte, que tanto le atormenta. 
De ahí que me proponga como objetivo principal de mi pesquisa: configurar a la mujer fatal y relacionarla con la noche, el sueño y la muerte. Para llevar a cabo tal fin, tomé sólo dos de las colecciones de la poesía de Julio Herrera y Reissig, presentes en el único libro que organizó y publicó el poeta en vida, Peregrinos de piedra (1909): La torre de las esfinges (1909) y Los parques abandonados: eufocordias (1900-1907). Además de ello también tuve en cuenta la segunda serie de Los parques abandonados (1902-1907) que no fue organizada por el autor.
Como vengo diciendo, en la obra poética de Julio Herrera y Reissig percibimos la  presencia de la mujer fatal. Aquí el yo poético masculino deja ver su temor, su atracción y su interioridad para recrear el encuentro con ese otro ser que está ausente. Tal como sucede en  “Tertulia lunática”. Antes de continuar, quiero hacer una referencia al libro  La obra poética de Julio Herrera y Reissig: su universo imaginario, de Beatriz Amestoy Leal (2008), quien  sostiene que “el poema Tertulia Lunática, estructurado en siete cantos, es considerado por la crítica como la composición  más original dentro de la obra del poeta uruguayo” (p. 48). Recordemos que “Tertulia lunática” pertenece a la sección La torre de las esfinges, compuesta en 1909. Así, en “Avernus”, uno de sus siete cantos, se encuentra una alusión a la mujer fatal:

Tú que has entrado en mi imperio                                                                                                 como feroz dentellada,                                                                         
demonia tornasolada                                                                            
con romas garras de imperio, 
¡infiérname en el cauterio!                                                                                                                
voraz de tus ojos vagos  
y en tus senos que son lagos       
de ágata en cuyos sigilos                                                                                                                         vigilan los cocodrilos                                       
réprobos de tus halagos.
(Migdal, 1978, p. 32)               
                                                                                         

La presencia del tú, de sus encantos, en la realidad interior del yo  poético se animaliza; puesto que su evocación está supeditada a las garras y los dientes que despiertan su esencia animal,  lo carnívoro. En razón de esa animalidad otorgada al tú femenino, Amestoy (2008) expresa que “la feminidad es asociada al mal y encarna elementos demoniacos de animalidad” (p. 93). De acuerdo a lo anterior, el tú no solo es animal también es mefistofélico. Y como demonio posee el fuego del deseo, introduce el mal e invita al yo poético al lago de sus encantos, al infierno, al mal, al delirio, al ardiente deseo, al éxtasis de la fiebre:  

Consustanciados en fiebre,
amo, en supremas neurosis,
vivir las metempsicosis
vesánicas de tu fiebre…
¡Haz que entre rayos celebre
su aparición Belcebú,
y tus besos de cauchú
me sirvan sus maravillas,
al modo que las pastillas
del Hada Pari-Banú!
(Migdal, 1978, p. 32)               

Esta mujer es tentación y pecado para el yo poético, que cae rendido a sus encantos y se delecta con el placer brindado. Además de ello, podemos ver cómo el yo se identifica con el tú en el encuentro recreado, donde desaparece el límite del cuerpo para que el alma pueda transmigrar al otro: el ser individual vive una muerte momentánea en la evocación del tú femenino y demoniaco, para vivir en el placer febril que guarda y le profesa.
Este desaparecer momentáneo del cuerpo del yo le da un carácter erótico a la evocación y al canto; pues se presenta una compenetración de los seres poéticos en la ensoñación del yo, que trae de lo más profundo de los recuerdos a un tú ausente. Así que el objeto de deseo es producto de su interioridad, por lo que al reconocer al otro se reconoce a sí mismo. Al respecto Georges Bataille (1992) dice que “el erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. Nos equivocamos con él porque busca sin cesar afuera un objeto del deseo. Pero ese objeto responde a la interioridad del deseo y (…) apela a esa movilidad interior, infinitamente compleja, que es lo propio del hombre” (p. 45).
El tú femenino es la proyección del interior del yo poético: simboliza la muerte que lo seduce constantemente y la que tanto lo angustia. Digo que es símbolo pues, como dice Aguirre (citado por Amestoy, 2008), tiene  una “íntima relación con las emociones humanas” (p. 36) y el misterio. Considero que es símbolo de muerte; puesto que su evocación está llena de características demoniacas y animales que lo acercan a lo inferior, a la tierra, a la muerte. No obstante, ejerce una fuerte atracción en el sujeto poético, que vive angustiado por su presencia. No en vano el tú  lírico de “Avernus” es un tormento presente dentro del poema “Tertulia lunática”, diálogo nocturno con la locura y el interior del ser. Un “tú” que refleja silenciosamente la muerte y genera en el yo poético un desaliento melancólico:

Lapona Esfinge: en tus grises
pupilas de opio, evidencio
la Catedral del Silencio
de mis neurastenias grises…
Embalsamados países
de ópalo y de ventiscos
bruma de esplín de sus discos,
en cuyos glaciales bancos
adoran dos osos blancos
a los Menguantes ariscos.*
(Migdal, 1978; p. 32)

La esfinge, temible e impasible, sostiene lo bestial del tú femenino pues es medio-mujer y medio-animal. Asimismo, la llena de misterio y de enigma, haciendo de ella mortífera paradoja: el yo ve en ella el símbolo silencioso de la muerte junto a la belleza y el placer, el Eros y el Thánatos unidos a ella. Debido a esa paradójica vestidura del tú, el yo la ubica en medio del Edén, junto al árbol del Bien y del Mal, de la manzana del pecado y como fruto inquieto y fatal:

En el Edén de la inquieta
ciencia del bien y del Mal,
mordí en tu beso el fatal
manzano de carne inquieta…
Tu cabellera violeta
denuncia su fronda inerte,
mi abrazo es el dragón fuerte
y los frutos delictuosos
tus inauditos y briosos
senos que me dan la muerte!
(Migdal, 1978; p. 32)

Aunque no la mencione, el tú poético es Eva: la que invita al yo poético a la carne,  al pecado, al mal y al fuego de la lujuria; la que tienta al hombre al abrazo animal, con sus briosos e inauditos senos; y  la que aúna el bien y el mal, la vida y  la muerte. Este cariz negativo con que se viste la mujer en la poesía de Julio Herrera y Reissig tiene sus raíces en la tradición cristiana, específicamente, con  la figura de Eva, tal como asevera Amestoy (2008): “Esta valoración negativa de la mujer se remonta a los textos bíblicos apócrifos de comienzo de nuestra era, como La vida de Adán y Eva, o el Segundo libro de Henoc; en ellos, la mujer aparece ya como el medio del que se sirve el demonio, Satán, para instigar al hombre al pecado” (p. 93).
Como ya he dicho, el “yo” alude a un “tú” como tentación demoniaca, erotismo activo, seducción pecadora, enigma febril y misterio ardiente: mujer fatal. Una mujer que es tormento del hombre en sus noches oscuras y solitarias; dado que, por un lado, le recuerda la muerte y, por el otro, invitación a morir en sus brazos seductores. De ahí que hable de carnívora paradoja que lo lleva a la locura:

Carnívora paradoja,
funambulesca Danaida,
Esfinge de mi Tebaida
maldita de paradoja…
Tu miseria es de una roja
fascinación de impostura,
¡y arde el cubil de tu impura
y artera risa de clínica
como un insecto en la cínica
máscara de la Locura!...
(Migdal, 1978; p. 32)

Como hemos apreciado en el poema, en la voz poética despiertan sentimientos contradictorios (atracción y miedo)  debido a la carga paradojal de la mujer, lo que hace de ella una fuente de placer y de perdición del “yo”. Tal como asevera  Chaves (1997), ella es “la belleza tentadora que induce a la lujuria, a la animalidad, la que hace que el hombre tenga que renunciar, vencido por el deseo sexual, a sus ideales de trascendencia, de dominio de la razón” (p.92).
En las dos series de la colección de poemas, Los parques abandonados (1900-1907), el lector se encontrará con varias piezas poéticas donde se da cuenta la evocación de un mundo y un tú femenino ausente o abandonado. Ejemplo de ello es el poema “Las arañas del augurio”, donde el yo lírico habla, en su soledad, del tú femenino ausente, a quien anhela y de quien evoca las pupilas de misterio y las sedas eróticas: “Yo sé que sus pupilas sugieren los misterios,/ de un bosque alucinado por una luna exótica;/ yo sé que entre sus sedas late la fuga erótica/ que sueña en irreales y lácteos hemisferios” (Migdal, 1978; p. 98).
Como observamos la presencia de lo misterioso, lo exótico y lo erótico del tú se debe a la presencia de las pupilas y las sedas; puesto que ellas concentran para el yo la esencia del tú ausente. Respecto a ello, Amestoy (2008) afirma que “la mujer fatal conjura lo exótico y, al mismo tiempo, lo erótico” (p. 95). Conjunción que hace del tú femenino un poderoso agente de seducción para dominar al hombre. De ahí que la evocación del “tú” por parte del yo masculino esté supeditada a estos elementos; pues él está bajo sus encantos, y su evocación se debe al deseo de tenerla cerca, para calmar sus penas y elevarse con su místico sahumerio: “Para mis penas fueran divina magia hipnótica/ sus labios incensarios de místicos sahumerios,/ y yo deseara siempre tener por cautiverios/ sus brazos, sus cabellos y su nostalgia gótica”( Migdal, 1978; p. 98).
Todas las imágenes del poema están relacionadas con el exotismo del tú y el deseo del yo por el otro ausente. La presencia de estos elementos dentro del poema no se da de manera fortuita: están entrelazados debido al deseo del yo; pues, como lo indica Praz (1999), “el exotismo es habitualmente una proyección fantástica de una necesidad sexual” (p. 361). Es el deseo tan fuerte que quisiera hacerla prisionera de sus pasiones, pues él ya lo es. De ahí que desee hallarla a través del sueño y la evocación; llenándola  de misterios y sahumerios, que denotan, al mismo tiempo, tierras lejanas, tiempos antiguos, bellezas exóticas y un mundo sobrehumano: 

¡Oh, si pudiera hallarla! Soñaba en este día
 que ilusionó el palacio de mi melancolía,
 sus finas manos, ebrias de delirar armónicas

dulzuras de los parques, vagaban en el piano
sonambuleando, y eran las blancas filarmónicas
arañas augurales de un mundo sobrehumano.
(Migdal, 1978; p. 98)

La melancolía del yo poético no solo proviene de la ausencia del tú femenino, cuya ensoñación ilusiona su palacio, sino que es una característica propia del yo en el modernismo. Aquí su manifestación está ligada al símbolo del palacio que le otorga sus cualidades de grandeza y de inamovilidad.  Lo anterior hace de la melancolía una actitud ante la existencia y, al mismo tiempo, un sentimiento desde donde evoca la ausencia del objeto de deseo. El yo la busca desesperadamente y la sueña llena de misterios, sahumerios y de dulce delirio que emite armonías siniestras y auguradoras de un mundo sobrehumano, lejano de esta vida melancólica, que me atrevería a decir es la muerte.
Otro de los poema de esta colección que también toca el exotismo de la mujer es “Óleo brillante”, donde la presencia de un atardecer se debe a la ensoñación del yo lírico, que lo ve como fuente de exotismo que inunda, en un primer momento, a la naturaleza: “Fundióse el día en mortecinos lampos,/ y el mar y la ribera y las aristas/ del monte, se cuajaron de amatistas, /de carbunclos y raros crisolampos” (Migdal, 1978; p. 87). El exotismo y la sensualidad de la naturaleza resplandecen a los ojos del tú y del yo líricos gracias al atardecer, pues este conjuga todo el resplandor y la elegancia de tierras lejanas con los carbunclos, las amatistas y los crisolampos. Así mismo, el atardecer es una puerta hacia la noche, una invitación al yo lírico para la contemplación del otro femenino y para que penetre en su sensualidad: “Nevó la luna, y un billón de ampos/ alucinó las caprichosas vistas;/ y embargaba tus ojos idealistas,/ el divino silencio de los campos” (Migdal, 1978; p. 87).
Como se observa en los versos, la naturaleza es seducción a los ojos de los amantes, dado el carácter exótico que se presenta en la estrofa anterior y que alucina por su blancura en este. Además, la seducción no solo se da en lo visual también en lo auditivo o, mejor dicho, en el divino mutismo que llena el espacio que los rodea. Pero no solo el espacio se colma del carácter exótico  y seductor, también el tú lírico se carga de ellos ante los ojos del yo: “Como un exótico abanico de oro, / cerró la tarde en el pinar sonoro…/ Sobre tus senos, a mi abrazo impuro,// ajáronse tus blondas y tus cintas…” (Migdal, 1978; p. 87). El atardecer es un abanico que infunde el aliento exótico en la naturaleza, que a su vez lo refleja en el tú; cuyo carácter virginal queda atrás para connotar lo erótico y lo profano y, así, invitar al abrazo impuro del yo lírico, encantado ante la nueva imagen de su amada.
En el poema, como podemos observar, opera un juego entre el espacio y el tú lírico debido a la imaginación del yo, tal como expresa Bachelard (2006) “el espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido” (p. 28).  Y como tal se vincula a las sensaciones de placidez mística y exótica y de placer erótico producto del encuentro con el tú lírico. De ahí que diga que el espacio es proyección del tú femenino; dado que en ella está aunada lo exótico, lo sensual y lo erótico, elementos constituyentes del arquetipo fatalista. Pero la presencia de la mujer fatal también está unida a la del atardecer; puesto que el espacio y el tú se cargan de dichas sensaciones gracias a lo temporal presente en la ensoñación del yo.
Por otro lado, la carga erótica se da, en primer lugar, por el sentido exótico de la naturaleza que llena al tú e invita a la mirada del otro; y, en segundo lugar, por las blondas y las cintas que se ajan en el pecho. Esto último ayuda a ello; puesto que, como dice Motato (Comunicación personal, 23 de agosto de 2012), “el erotismo también se sugiere con el vestido”. De modo que el ajar de la prenda da cuenta del acercamiento al otro y de la efusión del abrazo, producto del deseo erótico que se concreta en un rumor: “Y erró a lo lejos un rumor oscuro,/ de carros, por el lado de las quintas…” (Migdal, 1978; p. 87). El yo lírico lo concreta de ese modo, puesto que el rumor oscuro se acerca a la noche y a lo profano del otro. De ahí que con la imagen sugiera la consumación del encuentro con el tú  y el suspiro extático de los dos. Imagen que adquiere energía con los carros, puesto que con ellos el yo lírico da entender la fuerza y el barrullo del abrazo de los amantes.
Como he mostrado con este poema, la presencia de la mujer fatal, erótica y sensual, está unida a la del atardecer, debido a la imaginación poética del yo lírico. Pero la relación entre la efervescencia de la mujer y lo temporal no se queda ahí, también se despierta en la ensoñación de la noche. Ejemplo de ello es el poema “Tertulia lunática”, donde se presenta la noche como un momento propicio para la meditación del yo poético y para que él devele todo su interior tormentoso:

En túmulo de oro  vago,                                                                                                                 cataléptico faquir,                                                                                                                                    se dio el tramonto a dormir                                                                                                                 la unción de un Nirvana vago…                                                                                                         Objetívase un aciago                                                                                                                    suplicio de pensamiento                                                                                                                         y como un remordimiento                                                                                                             pulula el sordo rumor                                                                                                                           de algún pulverizador                                                                                                                           de músicas de tormento.
(Migdal, 1978; p. 27).

El yo poético cuenta su experiencia de una noche, donde todo pasa por su cabeza con forma de música y melodía interior de sus oscuros naufragios: fantasmas, sombras, demonios de opio y alucinaciones. Todo lo espectral, que hace de él un ser atormentado de su pasado que vuelve con fuerzas nocturnas y quiméricas que van poblando poco a poco las cosas: “las cosas se hacen facsímiles/ de mis alucinaciones/ y son como asociaciones/ simbólicas de facsímiles” (Migdal, 1978, p. 23). Aquí se presenta un juego de adentro hacia afuera, es decir, del espacio interior del yo poético a las cosas. Un juego donde las experiencias oníricas y los símbolos que revelan los oscuros naufragios y temores pasan ante la conciencia del yo y, al mismo tiempo, van habitando poco a poco la noche desnuda, que lentamente cae espectral y muda ante el augurio nocturno de la locura o la muerte: 

Ante el augurio lunático,                                                                                                                  capciosa, espectral, desnuda,                                                                                                     aterciopelada y muda,                                                                                                               desciende en su tela inerte,            
como una araña de muerte                                                                                                                   la inmensa noche de Buda… 
                   (Migdal, 1978, pg. 27).

Con el atardecer y la noche se le da un matiz trágico a la naturaleza que, para Pererasan (s.f), “se transforma en metáfora que expresa la conciencia dolorosa del mundo, el drama de la conciencia oscura del hombre enfrentado al Tiempo, a la Muerte” (párr. 44). En esta misma noche, aparece el tú femenino de “Avernus” como temor del yo lírico. Un tú ausente que, como ya vimos al comienzo, cala su carne y su  memoria. Una mujer que se inmiscuye en la realidad nocturna e interior del yo, con su dentellada y sus garras: mujer demonio, poseedora del fuego del deseo y tentadora por sus encantos. En este punto considero que la presencia conjunta de la noche y de la mujer nefasta es muy importante dentro de la poesía de Julio Herrera y Ressig; puesto que con ellas se busca construir una simbología caótica, sensual y mística de la muerte, revelando al mismo tiempo una angustia por esta.
Como he mostrado, la presencia de la mujer fatal en estos poemas está unida a la noche, con la cual se abre el espacio para soñar y evocar al tú lírico, tal como acontece en “Decoración heráldica”, perteneciente a Los parques abandonados (1900-1907), donde el yo poético narra su encuentro con la mujer nefasta en los límites del sueño, junto a la muerte: “Soñé que te encontrabas junto al muro/ glacial donde termina la existencia, / paseando tu magnifica opulencia/ de doloroso terciopelo oscuro” (Migdal, 1978; p. 42). La visión de la voluptuosidad del tú es dolorosa, oscura y siniestra para el yo lírico, puesto que está unida al sueño y a la muerte. No obstante, se siente atraído por el opulento paseo de la piel y, atormentado, sigue contemplándola, hasta reconocer visos satánicos y mortales en ella: “Tu pie, decoro del marfil más puro,/ hería, con satánica inclemencia,/ las pobres almas, llenas de paciencia,/ que aún se brindaban a tu amor perjuro” (Migdal, 1978; p. 42).
Podemos ver cómo el pie del más puro exotismo y de la más blanca elegancia es herramienta satánica de castigo y flagelo de las almas masculinas, que sumidas en el trance del amor perjuro y de la tentación de la carne se brindan, a pesar del ultraje, al tú. Lo mismo le acontece al yo lírico: a pesar de la visión cruel, cae rendido ante el encanto oscuro del tú femenino, a quien busca ciego para ofrecer su corazón como corderito en sacrificio. Tal como puede verse en los versos siguientes, en los que esa voz poética busca el dolor y la muerte bajo el yugo del tú: 

Mi dulce amor que sigue sin sosiego,
igual que un triste corderito ciego,
la huella perfumada de tu sombra,

buscó el suplicio de tu regio yugo,
y bajo el raso de tu pie verdugo
puse mi esclavo corazón de alfombra.
(Migdal, 1978; p. 42).

El yo masculino  desea morir a cambio de aproximarse y poseer al tú femenino, cuya belleza es falaz y mortal. En relación con este aspecto mortal en la mujer fatal,  Chaves (1999) asegura que  la mujer es placer y  perdición, puesto que “sucumbir a su encanto es perder el alma (masculina) perdiéndose en los sentidos, es abismarse en la materia y en la muerte” (p. 162). Por lo que atormenta las almas de los hombres que caen rendidos ante el ultraje. Aquí nuevamente, vemos la relación de la mujer fatal con la muerte, la que angustia al yo lírico en las noches y en el mundo sobrehumano de los sueños, la que le recuerda su destino mortal y su finitud en este mundo y la que lo invita a sus brazos de silencio eterno.
A través de este brevísimo recorrido por la obra poética de Julio Herrera y Reissig,   di cuenta de los elementos que configuran a la mujer fatal: tentación demoniaca, Eva pecadora, animal voraz, efigie exótica, implacable seductora, Esfinge misteriosa, “carnívora paradoja”, castigadora y tormento de hombres. Así mismo, mostré que su presencia está supeditada a lo nocturno, dado que el yo lírico la evoca junto a sus alucinaciones y fantasmas en el crepúsculo, la noche y el sueño. Todos estos elementos aunados en ella le otorgan el estatus de símbolo de la muerte, puesto que todos ellos remiten al pecado, al mal, a lo oscuro y a la fatalidad.
La mujer fatal le otorga a la obra un carácter sombrío y escatológico que, según varios críticos, corresponde al temor al tiempo y a la muerte que el poeta sintió en vida. En el artículo titulado Julio Herrera y Reissig (Poveda et al, s.f.) se expresa que la poesía del poeta uruguayo fue sumamente subjetiva, gracias a su capacidad de “transmutar cualquier motivación de la realidad, exterior interior, en una pura experiencia de poesía, en una realidad nueva (…) que se acredite sólo en tanto que tal experiencia artística” (párr. 2). Opinión que considero acertada; dado que el poeta, con ayuda de las palabras,  hace de su experiencia vivida fuente primera para ingresar al mundo de la ensoñación, que en el caso del poeta uruguayo es la ensoñación de su angustia por la muerte.

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